Los
cuarenta primeros años de la vida de Manuel Irujo soportan la clave del
comportamiento de los cuarenta posteriores que abarcaron su exilio, con sus intensas
actividades en Barcelona, Londres y Paris, sus numerosos viajes a las
colectividades americanas y, finalmente, su regreso a Euskadi por el aeropuerto
de Noain, día en que una muchedumbre alentada desbordó los caminos para recibir
al León de Nabarra, en aquella atrevida operación diseñada por Pello Irujo
Elizalde e Iñaki Anasagasti, contando con la estructura del casi clandestino
EAJ/PNV.
Irujo,
en sus primeros cuarenta años, logró éxito en el campo político como encendido orador,
prolífero escritor de atinados artículos de opinión, por su activa trayectoria
como hombre de partido, EAJ/PNV, cuyos nuevos estatutos ayudó a redactar, como honrado
diputado y senador vasco, como valioso ministro Sin cartera y de Justicia de la
2º República, cargos estos últimos a los que accedió a regañadientes, siempre
aclarando que los hubo de aceptar porque…
Él FUE EL PRECIO DEL ESTATUTO.
Hubo
de afrontar, entre tanto, duros golpes personales: la temprana muerte de su
padre Daniel que le condujo a la carrera de abogado (él había estudiado Letras)
y a la dirección del despacho paterno de Lizarra cuya gestión realizó con
eficacia, la cariñosa atención que dispensó a su madre Aniana y a sus siete hermanos
(Pello, el último, recién nacido), su viudez de Aurelia Pozueta, a la que
perteneció fiel toda su vida, y a la educación de su única hija, Miren.
Demostró,
en esos embates, ecuánime fortaleza, basada en sus creencias religiosas y
patrióticas pero que resultaban flexibles. Se sentía seguro de su Dios y de su
Patria, pues se declaró cristiano y vasco hasta el final de su vida aunque,
muchas veces, ni la Iglesia ni Euskadi respondieron a la visión que de ellas se forjó.
Jamás
se situó por encima de nadie pero nunca se sintió por debajo de los demás. Su
interpretación de la realidad era armónica y positiva, nunca dependiente de los
prejuicios ni de las mezquindades. Aprendió desde niño a no tener todo lo que
quería y a cuidar de lo que tenía, como medida básica para mermar cualquier
ambición y mantener a raya cualquier orgullo.
Diputados forales en la fiesta se San Francisco Javier en 1923.
Irujo
destaca como un hombre de carácter gallardo que, pese a su temperamento fogoso,
supo controlar sus emociones, dominar sus enojos, rebajar sus inquietudes, sujetar
sus miedos, nivelar las diferencias y espantar de sí toda idea nefanda, actuando
de forma compasiva, equilibrada e inteligente en defensa de la vida humana, en
una época donde tantos, empujados por la marea abominable del fascismo, dieron tan
poca importancia a la vida y muerte de los demás.
Lo
recordamos como el hombre de brazos abiertos, corazón caliente, sonrisa abierta
y ánimo alegre, que mantuvo, en medio de tantas pérdidas familiares, políticas
y económicas, el talante firme de quien actúa con limpieza de ánimo y claridad
de ideas. Irujo significó en su tiempo lo mejor del espíritu de Euskadi,
imbuido en el lema que los reyes nabarros estamparon en el bronce de las
campanas de Nájera y que él hizo suyo: Honorem Dei libertate Patria / Gloria
a Dios y Libertad a la Patria
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